Normalmente tenía que esperar hasta que el chofer llegara por él, pero hoy era distinto. El sindicato de mototaxis había puesto retenes a la entrada de varios pueblos; en el suyo, habían bloqueado el único puente de salida. Era la excusa perfecta para sí mismo. Sobreponiéndose al terror que les tenía a sus padres, se fue tras sus amigos, con la esperanza de no ver ese monstruo portentoso que era la camioneta de papá. Cuando lo vieron llegar, sus amigos lo vitorearon sorprendidos. “Pinches taxistas, güe…”, “Lo hacen ahorita que el río anda bajo y se cruza”, “¡A la…!  ¿En serio?”. José estaba callado. Quería pertenecer, y solo hablaría si los demás le preguntaran personalmente cualquier cosa. Además, no dejaba de pensar qué clase de regaño le caería en casa. “Neta que no sé para qué le hacen tanto al cuento. ¿Verdad José?” No dijo nada. No se atrevió. Se mantuvo callado hasta que llegaron al río. “¡’Iren allá! Otra vez ese güey.”

Hubiera querido acercarse, tocarle el hombro y preguntarle cómo estaba, pero tenía diez años y se sentía indigno. Solo las moscas se acercaban al cuerpo del indigente que estaba tirado entre los matorrales y el río. “¿Está…?” por fin preguntó José. “Está y no está.” Entre los guijarros y la tierra dejaron sus mochilas, miraron al río y se quitaron los zapatos y se remangaron los pantalones, mientras José no dejaba de preguntarse por qué era incapaz de acercársele. No era miedo; era otra cosa. ¿Por qué las moscas sí podían acercarse y él no? ¿Ellas de qué eran dignas?

“Miren los tejocotes.” “Uy andan bien naranjas.” A José nunca le gustó esa fruta en particular. Mejor se obligó a recordar cuando llegó al pueblo hace tres años, y fue al centro en la camioneta de su padre con el chofer, el guardaespaldas y su madre, que quería comprar tejocotes para hacer dulces y regalarlos en el voluntariado. Cruzaron el pueblo en su tarde de iguanas y ceibas. De repente, la indignidad. Todas las formas de una mirada se posaron sobre él, sobre la camioneta. A los siete años había sentido ya todo el juicio de la humanidad. Lo envolvió una profunda tristeza de no ser como ellos. No tener en su rostro todos los rostros. El de la sorpresa, la envidia, el asombro; de ver un automóvil como ese por primera vez. Y José quería compartirles su vida. Quería regalarles su infancia. No tenía nada más que ofrecer. Pero las miradas lo avergonzaban. Aún lo avergüenzan. Aún quiere compartir, pero ya no la infancia, que está perdida, sino la frustración de sus aspiraciones, porque sigue sin tener otra cosa que ofrecer.

Luego vio un presagio, pero sin entenderlo: las moscas no se posaban sobre el indigente, sino que lo sobrevolaban, como si salvaguardaran un gigante dormido. Su vuelo era un tiempo indescifrable al que el niño no tenía acceso. Quiso volar para acercarse desde el cielo y poder tocarlo. Decir: “Señor indigente ¿Está usted bien?”  Luego él se levantaría, sacudiendo la tierra de su ropa, y le diría “Sí, señor, estoy bien, muchas gracias por su preocupación.” Pero no se acercaba. ¿Quién era él para acercarse, para tocarle? Y qué vanidad tocarle.

Podía escuchar el vuelo de las moscas y a sus amigos masticando los tejocotes. El sol sobre su nuca. Nada al final. Solo yacer. Algo que se ocultaba tras la impotencia y la vergüenza le tendería la mano y le permitiría crecer. Ser como su padre, sin restricciones, y como sus amigos y su madre, que eran capaces de comer el fruto sin pudor.

Y las vidas que se dañan solo por existir. José lo entendía, por eso, aún hoy, le cuesta trabajo la felicidad. Siempre habrá alguien ahí, abandonado en un suelo. Lleno de sucesos. Luego fueron sus amigos que, terminando de escupir los restos del tejocote al río, comenzaron a recoger sus mochilas. José se limitó a señalar con el dedo al indigente, buscando la solidaridad de sus amigos. “No podemos hacer nada. Si no se levanta por la tarde, tal vez se lo lleve la Matlazihua.” Los niños se rieron y, jugando, emularon los sonidos de un fantasma. José se quedó en silencio. No dejaba de mirar al indigente y a las moscas. La diferencia era radical. Al indigente nadie lo pensaba, nadie lo extrañaba. No tenía dónde regresar y ser recibido con afecto; a él no lo regañaría su madre cuando entrara a su casa con los pies mojados. Pero a José sí. Era un sí a todo lo anterior. Quiso llorar, pero prefirió cruzar el río con sus amigos. No alcanzó a ver si alguna vez las moscas se posaron sobre el indigente. Podría pasar por ahí al siguiente día para comprobarlo, pero nunca volvió a caminar con sus amigos ni bajar solo al río.

Escrito por:paginasalmon

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